sábado, 11 de julio de 2009

Carta 1.3

"Se fue, y me dejó intimar con el que sería lo más parecido a un santuario que tendría durante un tiempo."

Dentro de lo que cabía, estaba decente. Sucio, eso sí, pero con todo lo necesario. En la misma pared de la puerta había un armario no muy grande pero suficiente para lo que yo quería. En frente y al fondo una cama que parecía no muy estable, con una pequeña ventanita arriba por la que no entraba luz alguna y, aún más arriba, un crucifijo. Fui directa a él, lo cogí con cuidado y lo coloqué bajo el somier.
-Lo siento amiguito, pero aquí no hay sitio para los dos.
No había mesita de noche, pero sí una estantería en uno de los rincones. Me valdría con eso.
Me senté sobre el colchón para probarlo. No decepcionaba, era tal y como esperabas que fuese: incómodo.
Miré entonces la maletita que había traído conmigo. Si iba a quedarme allí, a lo mejor era momento de deshacerla. La abrí y lo primero que había eran mis pelis y libros favoritos, y también aquellos que habían llegado a serlo porque eran los que te gustaban a ti. Mucho de Valle-Inclán, Unamuno y Mendoza y un poco de Nietzsche y Platón. En VHS, Chaplin, Chaplin, la por siempre inigualable saga de Star Wars y Chaplin. No obstante, me temí que mientras residiera allí no iba a ver ninguno de esos vídeos. De todos modos, con saber que se encontraban conmigo, estaba bien.
Miré el reloj. Eran poco más de las diez de la noche.
Me senté sobre esa cosa a la que llamaban cama pero sobre la cual yo tenía serias dudas, tomé del bolsillo mi reproductor de música y le subí el volumen hasta que me retumbaron los tímpanos.
Pensé un rato, y no sé porqué pero me sentí muy excitada por todos los cambios que se habían concentrado en tan poco tiempo. Además, tenía curiosidad por comenzar a trabajar al día siguiente. Nunca había trabajado antes, ya lo sabes, y creo que eso me hacía sentir incoherentemente más madura.
De todos modos, terminaría cansándome hasta la saciedad de servir mesas. Concretamente, empezaría a odiarlo justo a la mañana siguiente. El día de prueba.
La mujer que era realmente una y no tres, cuyo nombre me repitió un centenar de veces y a mí me resultaba imposible recordar, me explicó con detalle todo lo que debía hacer.
Primero: no coger la bandeja “como si me creyera alguien”, citó de manera literal. “Más vale vaso en mano que diez en el suelo”, y creo que se sintió muy graciosa cuando lo dijo. Yo aún intento averiguar la razón.
Segundo: la sonrisa es parte del uniforme. Un uniforme muy feo, por cierto. Era un vestido que me llegaba poco más arriba de la rodilla, de color celeste, y que del cuello a las caderas se ajustaba con botones. Para rematarlo, debía llevar un delantal blanco que me cubría de la pelvis hacia abajo. Una horterada inigualable.
Tercero, y este fue el mejor punto de todos: “No, el cliente no siempre lleva la razón”. Nada más que por eso merecía la pena, desde luego.
-¿Te ha quedado todo claro? –preguntó tras soltarme aquel discurso que seguramente se habría preparado la noche anterior.
-Sí, sí, señora… -la retentiva nunca ha sido uno de mis fuertes -… señora –sentencié tras concluir que no lo recordaría.
-Úrsula.
-Sí, eso. Úrsula.
Había más clientela de la que pensaba. Sobre todo a la hora del almuerzo. Los precios eran baratos y la comida, dentro de lo que cabe, decente. Además, aquella mujerona de un metro de ancho había conseguido hacerse con la confianza de los vecinos y eso, a la larga, por lo visto es lo que realmente cuenta.
Acabé reventada y cansada hasta el punto de creer que me tiraría en la cama y no me podría levantar hasta la semana siguiente. Siempre fui un poco exagerada, para qué mentir.
Aún así, es cierto que llegué a la noche sin demasiadas fuerzas y con el único deseo de dormir. Al menos tuve una noticia relativamente buena: a la siguiente mañana firmaría un contrato. “Tres meses de momento, y luego ya hablaremos” me dijo la jefa y casera. Me pareció bien.
Pienso que esto que voy a contarte no te interesa mucho, pero creo que para mí ha sido algo importante.
¿Conoces la sensación de ver algo aparentemente absurdo y que, sin embargo, no eres capaz de olvidar nunca? Por una extraña razón esa imagen aparece ante ti y no encuentras respuesta a ese sentimiento estúpido pero piensas que esa, y sólo esa, será la foto que quedará guardada en tu memoria sin importar el paso de los años ni la corrosión de una mente envejecida.
Me ocurrió eso mismo aquella noche, al salir del bar.
Sólo recuerdo el instante en el que ella, en la esquina, giró el cuello casi por descuido y me miró por unas milésimas de segundo. Su melena rubia jugaba traviesa sobre su rostro y sus ojos grandes, azules y tristes se perdieron en los míos en un despiste perfecto.
Me colmó el corazón y vació mi consciencia.
Días después averiguaría que su nombre era Gala, y a los meses recibiría la noticia de su muerte. Una lástima, desde luego. Con ella aprendí más en dos conversaciones que lo que podría haber extraído de toda una vida.
Pero de eso hablaremos más adelante.
Ahora lo importante es que yo volvía cansada de trabajar y que sólo tenía ganas de dormir.
Al llegar al portón recordé que aún no tenía llaves pero que el yonqui debía estar dentro y que si no, la bola de setecientos kilos vendría pronto.
Llamé, por si acaso. Escuché algo caerse.
-¡Eh tú!, abre –un nuevo ruido, pero nada -. Joder con el puto yonqui… -aporreé la puerta hasta que vino a abrirla.
Del susto por poco me caigo de espaldas.
Un frío desagradable me recorrió el cuerpo y no vomité por no haber comido nada desde el mediodía.
-¡¿Pero qué coño hacías!? ¡Qué asco, por Dios!
-Joder con la pija. No haber sido tan pesada –llevaba únicamente unos slips y a partir de ahí establecí dos teorías: primera, que para sentirse más hombre tal vez acostumbrara a introducir un par de calcetines en sus calzoncillos cada vez que olía a una hembra alrededor; la segunda, por desgracia mucho más probable e infinitamente más desagradable, es que estaba totalmente empalmado. Entré intentando no rozarme con el depravado.
-Guarro asqueroso, si te tocas, más vale que sea en tu cuarto.
-Cómo me ponen las niñas que se creen muy buenas. Luego sois las más juguetonas–tuve una arcada -. Pero bueno, estaré cascándomela. Puedes venir si quieres –no respondí. Con el comentario, el suicidio de pronto pareció muy tentador. Fui a mi habitación mientras el yonqui iba al suyo y juro que poco me faltó para echar hasta la primera papilla.

miércoles, 1 de julio de 2009

Carta 1.2




La historia más o menos empezó unos tres meses después del percance. Sé que te encantaba aquel sitio y que siempre te pareció un lugar muy adecuado para mí, pero llegué a un punto en el cual todo era cuesta arriba y mis pies ya estaban cansados. Era eso o dejarme caer y jugar al todo o nada, pero tú ya sabes que nunca tuve muy buena suerte y que siempre perdía en aquel tipo de cosas.
Así que, sin pensarlo tampoco demasiado, una tarde de domingo de esas tan inservibles cogí la maleta y eché sólo lo necesario, y me fui. No sé por qué elegí este sitio. En realidad sí lo sé pero creo que no me agrada que sea la mía la misma razón que la de todos aquellos que han acabado aquí. Es la opción cobarde, y como te dije, yo antes me pensaba muy valiente.
He de suponer que aquí te consuela mirar al derredor y ver tanta mierda apilada en cada persona que pasa y observar cómo va corroyéndola y aplastándola hasta que llega un momento en el que no puede más. Te hace sentir estúpidamente fuerte en comparación. Como he dicho, es una medida extraordinariamente patética y con un matiz cruel que deja un sabor a miseria en la lengua.
La cuestión es que llegué hasta aquí, prácticamente sin nada, con poco equipaje y cuatro billetes de cincuenta que, por poco que pudieran parecer, me sirvieron de mucho.
Es curiosa, Suburbia. A simple vista da la sensación de no tener demasiado, pero luego resulta que está atestada de tres tipos de cosas diferentes: prostíbulos, yonquis y los camellos de los yonquis y bares de esos que están abiertos las veinticuatro horas del día y que nadie sabe a qué hora han hecho el café pero la cuestión es que siempre tienen. Y precisamente fue uno de esos bares los que captaron mi atención nada más llegar.
Se encontraba en una de las aceras de una amplia calle que, sin embargo, estaba prácticamente ocupada por una carretera a la que se le hacía poco uso. Tras una amplia cristalera rectangular podía verse, o al menos intuirse por la suciedad, el interior del bar. Vi un cartelito en la esquina y me acerqué a leerlo: “Se necesita camarero”.
Entré.
El local estaba iluminado con luces blancas, de esas de bajo consumo, pero no sé por qué a mí me pareció todo muy oscuro.
Me acerqué a la barra y no había nadie. Sólo al fondo, sentado sobre un taburete, un cliente que me miró y luego volvió la vista al frente. Después apareció una pomposa mujer con un pecho que juraba saltarle un ojo a alguien.
-No soy un tío pero, ¿camarera también le vale? –la señora arqueó las cejas con cierto desprecio.
-Buenas tardes –cuánta educación inservible.
-Buenas tardes, claro.
-¿Currículum? –preguntó al tiempo que tomaba una bayeta empapada en agua y la pasaba por el mostrador.
-No –miré alrededor y luego volví a mirarla a ella -. ¿Realmente hace falta? –soltó una sonrisilla estúpida.
-Supongo que no. ¿Has trabajado antes sirviendo?
-No, pero soy joven y tengo energía. Por lo poco que intuyo de este sitio supongo que no muchos deben venir a pedir trabajo –por la mueca de su rostro vislumbré que no le había agradado mi comentario.
-¿Edad?
-Diecinueve.
-¿Nombre?
-Charlotte Abad.
-No eres de por aquí, ¿no? –sé que odiabas esas cosas, que pensasen siempre que era extranjera por mi nombre. Pero a ti te encantaba y supongo que por eso empezó a gustarme a mí también.
-Sí lo soy. Me lo pusieron por Charlot –no pareció captarlo -. Chaplin… ya sabe –nada -. Déjelo, no importa.
-¿Quieres que hablemos de las horas, el salario…?
-No, me da un poco igual, en realidad –entonces sí que me miró como si fuera un bicho raro. Es bastante curioso que una mujer que parecen a la vez dos –o tres-, y tuviera kilos y kilos de maquillaje en un rostro demacrado por el paso de los años te mirase como si tú fueras la rara.
-Está bien, como quieras. Ven mañana a las diez y veremos qué tal te desenvuelves. Es sólo una prueba, nada de compromisos.
-Por supuesto –como si yo no supiese ya que iba a contratarme. Debía estar como loca por pillar al primero que pasara por allí.
Me di la vuelta para marcharme, pero en ese preciso instante recordé que no tenía adónde ir. Giré de nuevo.
-¿Conoce usted algún hostal cercano?
-¿No decías que eras de por aquí?
-Lo soy. ¿Conoce o no conoce un hostal?
-En el piso de arriba –y señaló con el dedo al techo, como si yo no supiera el significado de ‘arriba’ -. Está mi casa. Tengo una habitación libre, puedo alquilártela.
-¿Cuánto?
-Ciento cincuenta al mes. Comida y agua incluidas –no estaba mal. No podrás decir que no me salió bien la jugada.
-Hecho.
-Si quieres subir, primero A. Llama, Jacob abrirá la puerta.
-¿Jacob?
-El otro huésped. También tiene una habitación alquilada.
-Vaya, no sabía que había alguien más.
-¿Es un inconveniente? –lo medité por un segundo.
-No, supongo que no –cogí la maleta de nuevo y me marché. No caí en preguntarle el número del portal, pero tampoco me costó mucho encontrarlo. Estaba pegado a la entrada del bar. La puerta estaba abierta.
Subí las escaleras. Emocionantes las escaleras.
Ibas de escalón en escalón y no podías asegurar si alguno no te jugaría una mala pasada y se rompería a tu paso. Desde luego te ofrecía un chute de adrenalina adicional. ¡Bienvenido a casa! –si consigues llegar a ella-.
Primer piso. Llamé al timbre.
Nada.
Volví a llamar.
Nada.
Empecé a golpear la puerta.
Nada.
Golpeé más fuerte.
Nada.
Le hice un bollo a la madera.
Escuché unos pasos.
Un macarra de metro noventa abrió.
Lo eché a un lado y entré.
-Ey Jacob, ¿qué tal? -lo primero que se veía era algo parecido a un salón. Con lo coqueta que has sido siempre estoy prácticamente segura de que no te habría gustado nada.
Muy feo todo, y muy sombrío. Al fondo se apreciaba un balcón que ocupaba casi toda la pared, pero por alguna razón que desconocía estaba totalmente tapiado con ladrillos y cemento. Una lucecilla casi muerta iluminaba pobremente la estancia.
Me senté en el sofá.
Crujió con brusquedad y me clavé una tabla de madera en la espalda. Dolía.
-Bonita casa, sí. ¿Es mi imaginación o huele a maría? ¿Te deja fumar aquí?
-¿Quién coño eres tú? –se acercó y he de decir que daba un poco de miedo, pero seguí mostrándome indiferente.
-La nueva compañera de piso. ¿Esa tele tiene un mando? Me refiero a uno que no implique un palo con el que alcanzar los botones del monitor –parecía tan vieja que realmente dudé de si podía compatibilizar con algún mando a distancia.
-No me jodas, Úrsula no me ha dicho nada. Si eres una especie de ocupa rara… –mi mirada fue de un desdén absoluto.
-¿Eres famoso?
-¿Qué…?
-¿Eres o no eres famoso?
-No.
-¿Hemos ido al colegio juntos?
-No que yo sepa.
-¿Hemos follado?
-Sobrios desde luego que no.
-¿Y se supone que sé tu nombre por ciencia infusa? Ella me dijo el piso y que estabas aquí –enarcó una ceja y se dirigió hasta un pasillo que había junto a la entrada. Entonces me di cuenta de que iba en calzoncillos.
-Lo que me faltaba por aguantar –susurró por lo bajo.
-¡Ah! Y por favor, ponte pantalones y camiseta cuando yo esté aquí. Verte así me resulta tremendamente desagradable –comencé a buscar el mando tras los cojines.
Me agaché para buscarlo bajo el sofá. Premio.
¡Qué lujazo! Con extras incluidos. Migas de pan, muchas migas de pan, y polvo. Qué hogareño todo.
Justo cuando lo cogí, la mujer pomposa que era realmente una y no tres, apareció.
-Niña, ¿qué haces?
-Buscar el mando de la tele –me levanté y sacudí un poco los pantalones.
-No lo intentes. No funciona –se me escapó una mueca de asombro.
-Los mejores ciento cincuenta euros invertidos de toda mi vida.
-Es lo mejor que encontrarás por aquí, no te quejes –para qué mentirnos, no dudaba de lo que me decía. Sólo había que echar un vistazo a la calle para cerciorarse de ello.
-A todo esto, me llamo Úrsula.
-Lo sé, me lo dijo el yonqui ese que vive aquí.
-¿Jacob?
-Sí, eso. Jacob.
-Bueno, ven, que te enseño tu cuarto –la seguí.
Me llevó por el pasillo de al lado de la entrada, el único que había. Era bastante largo y lleno de puertas a ambos lados. Todas de maderas, lisas y huecas, con una pintura marrón chocolate corroída. A medida que las veía no paraba de pensar en ti y en lo mucho que te habrías indignado por ver todo aquello. Si te ponías hecha una furia con que tan sólo se te hubiera movido un poco el flequillo no puedo ni imaginar lo que habrías dicho de eso. Adoraba esa perfección inservible tuya, aunque a ratos me trajera quebraderos de cabeza. Pero te daba un toque muy personal que hacía que fueras mucho más tú.
Mi habitación, al parecer, era la del fondo.
-Para abrirla tienes que coger el pomo así –me señaló con los ojos sus manos, ambas sosteniendo el pomo desde abajo -, levantarlo fuerte hacia arriba, empujar un poco con el pie abajo y luego empujar del todo con los hombros.
-Es como una especie de código secreto. Qué divertido –volvió a regalarme una mirada de extravagancia y consiguió que me sintiera de nuevo como una loca. Gracias debería haber dado de que me lo tomara con humor.
Se fue, y me dejó intimar con el que sería lo más parecido a un santuario que tendría durante un tiempo
.

sábado, 27 de junio de 2009

Carta 1.1




Llovía.
A cantaros y cada vez más fuerte.
Odiaba la lluvia. No la que cae de las nubes, sino ésa.
Es, con diferencia, la peor sensación de todas. Notar cómo las gotas llegan hasta ti, y se deslizan, y traspasan la ropa y te calan hasta la sangre, y te la enfría. Estaba empapada de esa lluvia. Lo peor es que estaba destinada a secarme sola porque nadie podía verla, y nadie entonces me ofrecía una toalla.
Tras la ventana de mi cuarto veía el sol, y dentro llovía. Qué raro es saber que el calor está tan cerca y no sentirlo, y que nunca venga.
Odiaba la lluvia.
Por eso, supongo, mi pánico al agua. Y por eso me encantaba estar lejos de la humedad y de todo lo que representara porque así yo me sentía más feliz y por supuesto eso no tenía ningún sentido, como la mayoría de las cosas que me rodeaban.
También odiaba el ballet. Mucho aunque creo que tampoco tanto; sólo un poco. Bueno, casi nada. Más bien lo odiaba cuando me veía obligada a hacerlo. Soy muy independiente, y realmente me sorprende que no te dieras cuenta. Aunque bueno, no sé, a lo mejor lo sabías. Siempre resultaba que me conocías mejor de lo que yo creía en un primer momento, y lo cierto es que eso me gustaba. Siempre me gustaste mucho, tú y tu manera de hacer las cosas. Te admiraba y sé que nunca te lo dije. Aunque al fin y al cabo te lo estoy diciendo ahora.
Pero vaya, no era esto lo que iba a contarte.
Sé que no lo aprobarás, pero al final acabé en Suburbia. No es tan malo como lo pintan.
Es uno de esos lugares tranquilos. No porque siempre se esté relajado y no haya algún que otro problema. Más bien porque siempre sabes lo que encontrarás al salir a la calle y el conocer a qué te enfrentas te da una seguridad perfectamente absurda.
Se estaba bien allí. Te ibas de casa por la mañana completamente seguro de que el cielo estaría un poco nublado, como el día anterior. Y también sabías que las putas de "La casa de Lulu" se ponían en la esquina a partir de las ocho. Pero intuyo que tal vez no quieras saber eso. Eran simpáticas, de todos modos, muy guapas todas y muy lejos de casa también. Hablaba a veces con ellas en sus horas muertas y me contaban sus historias. Buena gente.
Pero eso ya lo dejaremos para otro día.
Hoy quería decirte que diluviaba y que tuve mucho miedo y que por eso te estoy contando lo que te cuento. Porque me da pánico que el agua no pare y caiga y siga cayendo y se inunde la habitación entera y me ahogue sola. Ya sabes, mi pánico idiota...
Creo que siempre supiste entenderme bien pero que pocas veces o ninguna me paraba a escucharte. Aunque a fin de cuentas lo estoy intentando ahora y algo de sentido tendrá el mejor tarde que nunca.
Te preguntarás por qué en este instante, y no antes. Creo que antes me creía mucho más valiente de lo que era y eso me otorgaba una especie de escudo a prueba de nada pero que, al menos, estaba ahí. Un escudo es un escudo sea como sea.
Hace cosa de una media hora me habrías pillado desprevenida y no habría sabido por dónde empezar, pero al final he decidido que por el principio, que ha gustado siempre un poco más y ha liado mucho menos, porque si empiezo por todo lo que me gustaría no entenderías nada y tendré que volver al inicio de todos modos.
Mejor así.

Bienvenido a Suburbia

Yo pertenezco a un lugar vacío,
sin sentido y grande, muy grande.
Donde las palabras ya no son más
que recipientes llenos de nada;
donde los sentimientos se venden
al precio de una copa, o
por el calor húmedo de una cama.

Nací en un lugar lleno de víctimas
desconocedoras de su muerte
que brindan por su mala suerte
y siguen, inconscientes, a la masa.

Porque sus corazones bombean,
pero no los sienten/ sus mentes se pierden
en la casa de la razón comprada.

Yo vengo de un lugar donde no se vive,
donde no se piensa; donde las balas de conciencia
ya no penetran en los inconscientes,
donde el genio es el que no conoce
y el que destaca es la carne fresca
de la que los lobos comen.