miércoles, 1 de julio de 2009

Carta 1.2




La historia más o menos empezó unos tres meses después del percance. Sé que te encantaba aquel sitio y que siempre te pareció un lugar muy adecuado para mí, pero llegué a un punto en el cual todo era cuesta arriba y mis pies ya estaban cansados. Era eso o dejarme caer y jugar al todo o nada, pero tú ya sabes que nunca tuve muy buena suerte y que siempre perdía en aquel tipo de cosas.
Así que, sin pensarlo tampoco demasiado, una tarde de domingo de esas tan inservibles cogí la maleta y eché sólo lo necesario, y me fui. No sé por qué elegí este sitio. En realidad sí lo sé pero creo que no me agrada que sea la mía la misma razón que la de todos aquellos que han acabado aquí. Es la opción cobarde, y como te dije, yo antes me pensaba muy valiente.
He de suponer que aquí te consuela mirar al derredor y ver tanta mierda apilada en cada persona que pasa y observar cómo va corroyéndola y aplastándola hasta que llega un momento en el que no puede más. Te hace sentir estúpidamente fuerte en comparación. Como he dicho, es una medida extraordinariamente patética y con un matiz cruel que deja un sabor a miseria en la lengua.
La cuestión es que llegué hasta aquí, prácticamente sin nada, con poco equipaje y cuatro billetes de cincuenta que, por poco que pudieran parecer, me sirvieron de mucho.
Es curiosa, Suburbia. A simple vista da la sensación de no tener demasiado, pero luego resulta que está atestada de tres tipos de cosas diferentes: prostíbulos, yonquis y los camellos de los yonquis y bares de esos que están abiertos las veinticuatro horas del día y que nadie sabe a qué hora han hecho el café pero la cuestión es que siempre tienen. Y precisamente fue uno de esos bares los que captaron mi atención nada más llegar.
Se encontraba en una de las aceras de una amplia calle que, sin embargo, estaba prácticamente ocupada por una carretera a la que se le hacía poco uso. Tras una amplia cristalera rectangular podía verse, o al menos intuirse por la suciedad, el interior del bar. Vi un cartelito en la esquina y me acerqué a leerlo: “Se necesita camarero”.
Entré.
El local estaba iluminado con luces blancas, de esas de bajo consumo, pero no sé por qué a mí me pareció todo muy oscuro.
Me acerqué a la barra y no había nadie. Sólo al fondo, sentado sobre un taburete, un cliente que me miró y luego volvió la vista al frente. Después apareció una pomposa mujer con un pecho que juraba saltarle un ojo a alguien.
-No soy un tío pero, ¿camarera también le vale? –la señora arqueó las cejas con cierto desprecio.
-Buenas tardes –cuánta educación inservible.
-Buenas tardes, claro.
-¿Currículum? –preguntó al tiempo que tomaba una bayeta empapada en agua y la pasaba por el mostrador.
-No –miré alrededor y luego volví a mirarla a ella -. ¿Realmente hace falta? –soltó una sonrisilla estúpida.
-Supongo que no. ¿Has trabajado antes sirviendo?
-No, pero soy joven y tengo energía. Por lo poco que intuyo de este sitio supongo que no muchos deben venir a pedir trabajo –por la mueca de su rostro vislumbré que no le había agradado mi comentario.
-¿Edad?
-Diecinueve.
-¿Nombre?
-Charlotte Abad.
-No eres de por aquí, ¿no? –sé que odiabas esas cosas, que pensasen siempre que era extranjera por mi nombre. Pero a ti te encantaba y supongo que por eso empezó a gustarme a mí también.
-Sí lo soy. Me lo pusieron por Charlot –no pareció captarlo -. Chaplin… ya sabe –nada -. Déjelo, no importa.
-¿Quieres que hablemos de las horas, el salario…?
-No, me da un poco igual, en realidad –entonces sí que me miró como si fuera un bicho raro. Es bastante curioso que una mujer que parecen a la vez dos –o tres-, y tuviera kilos y kilos de maquillaje en un rostro demacrado por el paso de los años te mirase como si tú fueras la rara.
-Está bien, como quieras. Ven mañana a las diez y veremos qué tal te desenvuelves. Es sólo una prueba, nada de compromisos.
-Por supuesto –como si yo no supiese ya que iba a contratarme. Debía estar como loca por pillar al primero que pasara por allí.
Me di la vuelta para marcharme, pero en ese preciso instante recordé que no tenía adónde ir. Giré de nuevo.
-¿Conoce usted algún hostal cercano?
-¿No decías que eras de por aquí?
-Lo soy. ¿Conoce o no conoce un hostal?
-En el piso de arriba –y señaló con el dedo al techo, como si yo no supiera el significado de ‘arriba’ -. Está mi casa. Tengo una habitación libre, puedo alquilártela.
-¿Cuánto?
-Ciento cincuenta al mes. Comida y agua incluidas –no estaba mal. No podrás decir que no me salió bien la jugada.
-Hecho.
-Si quieres subir, primero A. Llama, Jacob abrirá la puerta.
-¿Jacob?
-El otro huésped. También tiene una habitación alquilada.
-Vaya, no sabía que había alguien más.
-¿Es un inconveniente? –lo medité por un segundo.
-No, supongo que no –cogí la maleta de nuevo y me marché. No caí en preguntarle el número del portal, pero tampoco me costó mucho encontrarlo. Estaba pegado a la entrada del bar. La puerta estaba abierta.
Subí las escaleras. Emocionantes las escaleras.
Ibas de escalón en escalón y no podías asegurar si alguno no te jugaría una mala pasada y se rompería a tu paso. Desde luego te ofrecía un chute de adrenalina adicional. ¡Bienvenido a casa! –si consigues llegar a ella-.
Primer piso. Llamé al timbre.
Nada.
Volví a llamar.
Nada.
Empecé a golpear la puerta.
Nada.
Golpeé más fuerte.
Nada.
Le hice un bollo a la madera.
Escuché unos pasos.
Un macarra de metro noventa abrió.
Lo eché a un lado y entré.
-Ey Jacob, ¿qué tal? -lo primero que se veía era algo parecido a un salón. Con lo coqueta que has sido siempre estoy prácticamente segura de que no te habría gustado nada.
Muy feo todo, y muy sombrío. Al fondo se apreciaba un balcón que ocupaba casi toda la pared, pero por alguna razón que desconocía estaba totalmente tapiado con ladrillos y cemento. Una lucecilla casi muerta iluminaba pobremente la estancia.
Me senté en el sofá.
Crujió con brusquedad y me clavé una tabla de madera en la espalda. Dolía.
-Bonita casa, sí. ¿Es mi imaginación o huele a maría? ¿Te deja fumar aquí?
-¿Quién coño eres tú? –se acercó y he de decir que daba un poco de miedo, pero seguí mostrándome indiferente.
-La nueva compañera de piso. ¿Esa tele tiene un mando? Me refiero a uno que no implique un palo con el que alcanzar los botones del monitor –parecía tan vieja que realmente dudé de si podía compatibilizar con algún mando a distancia.
-No me jodas, Úrsula no me ha dicho nada. Si eres una especie de ocupa rara… –mi mirada fue de un desdén absoluto.
-¿Eres famoso?
-¿Qué…?
-¿Eres o no eres famoso?
-No.
-¿Hemos ido al colegio juntos?
-No que yo sepa.
-¿Hemos follado?
-Sobrios desde luego que no.
-¿Y se supone que sé tu nombre por ciencia infusa? Ella me dijo el piso y que estabas aquí –enarcó una ceja y se dirigió hasta un pasillo que había junto a la entrada. Entonces me di cuenta de que iba en calzoncillos.
-Lo que me faltaba por aguantar –susurró por lo bajo.
-¡Ah! Y por favor, ponte pantalones y camiseta cuando yo esté aquí. Verte así me resulta tremendamente desagradable –comencé a buscar el mando tras los cojines.
Me agaché para buscarlo bajo el sofá. Premio.
¡Qué lujazo! Con extras incluidos. Migas de pan, muchas migas de pan, y polvo. Qué hogareño todo.
Justo cuando lo cogí, la mujer pomposa que era realmente una y no tres, apareció.
-Niña, ¿qué haces?
-Buscar el mando de la tele –me levanté y sacudí un poco los pantalones.
-No lo intentes. No funciona –se me escapó una mueca de asombro.
-Los mejores ciento cincuenta euros invertidos de toda mi vida.
-Es lo mejor que encontrarás por aquí, no te quejes –para qué mentirnos, no dudaba de lo que me decía. Sólo había que echar un vistazo a la calle para cerciorarse de ello.
-A todo esto, me llamo Úrsula.
-Lo sé, me lo dijo el yonqui ese que vive aquí.
-¿Jacob?
-Sí, eso. Jacob.
-Bueno, ven, que te enseño tu cuarto –la seguí.
Me llevó por el pasillo de al lado de la entrada, el único que había. Era bastante largo y lleno de puertas a ambos lados. Todas de maderas, lisas y huecas, con una pintura marrón chocolate corroída. A medida que las veía no paraba de pensar en ti y en lo mucho que te habrías indignado por ver todo aquello. Si te ponías hecha una furia con que tan sólo se te hubiera movido un poco el flequillo no puedo ni imaginar lo que habrías dicho de eso. Adoraba esa perfección inservible tuya, aunque a ratos me trajera quebraderos de cabeza. Pero te daba un toque muy personal que hacía que fueras mucho más tú.
Mi habitación, al parecer, era la del fondo.
-Para abrirla tienes que coger el pomo así –me señaló con los ojos sus manos, ambas sosteniendo el pomo desde abajo -, levantarlo fuerte hacia arriba, empujar un poco con el pie abajo y luego empujar del todo con los hombros.
-Es como una especie de código secreto. Qué divertido –volvió a regalarme una mirada de extravagancia y consiguió que me sintiera de nuevo como una loca. Gracias debería haber dado de que me lo tomara con humor.
Se fue, y me dejó intimar con el que sería lo más parecido a un santuario que tendría durante un tiempo
.

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